Remitentes

04.10.2019

Remitentes

Soy de una generación adolescente que escribía cartas. Lo primero que escribí en mi vida fueron cartas de amor. De puño y letra, en hojas rayadas arrancadas de los cuadernos Block que mi hermana usaba en el secundario. Tenía la costumbre de escribir la primera letra de un párrafo con un color distinto al de mis lapiceras Bics negras. Y dibujar corazones también, porque eran cartas de amor. Azul y rojo eran mis colores preferidos. Bueno, lo son.

Mi hermana sabía de cartas. Y de amor. Mi hermana sabe de amor. En las siestas de los veranos escuchábamos canciones grabadas en casetes vírgenes TDK. Teníamos todos los boleros y romances de Luis Miguel. También había de Sergio Dalma, Valeria Lynch y Montaner. Siempre quise imitar el amor de mi hermana. Me encerraba en el auto como ella a escuchar It Must Have Been Love, de Roxette. Confieso que en algún momento leí alguna de sus cartas. Y tuve la suerte de que me escriba una a mí. Nunca pude escribir como ella, ni con papel de calcar. Tardé un buen tiempo en darme cuenta que la clave no estaba en sus palabras, sino más bien en su tono, su sonido, su propia canción.

Una vez escribí una carta en cursiva en una hoja cuadriculada, imitando la que me había enviado una amiga. Ella siempre me escribía en cuadriculado, tejía una hermosa forma de letras ubicadas en delicadas líneas que hilaban un renglón transparente. La trama de la cuadrícula iba perfecto con su estilo, como si ella pudiera ver algo en ese papel, invisible para mí. Lo que pude hacer en esa hoja matemática fue un pastiche, una deformidad, de mínima necesitaba un renglón, y de base otra letra, otra mano que arregle de raíz la espantosa caligrafía que tenía y que tengo.

Siempre necesité escribir en imprenta mayúscula. Escribiendo en cursiva o en minúscula soy inentendible, y me persigue además una especie de pulsión insegura, débil, un presentimiento de ser aplastado, un complejo de letra inferior. "Tenés letra de niño", me dijo una vez otra amiga como respuesta a otra de mis cartas. Y era cierto. Es cierto, bah. Mi caligrafía lleva el pulso de esos primeros garabatos del jardín. Dijo Picasso que se pasó su vida queriendo dibujar como un niño. Yo podría pasarme la mía buscando escribir como un grande. ¿Pero para qué? ¿Para quién? Según de donde se lo mire, según el interlocutor, un error puede ser acierto, un defecto puede ser virtud.

Entonces, a lo que iba, o a lo que voy, lo primero que escribí en mi vida fueron cartas de amor. Mejor dicho, lo primero que quise escribir en mi vida fueron cartas de amor. A mis 15 años, entre mis 15 y 17 años. Todo vínculo anterior con la escritura fue una práctica obligada, dictada, informativa, todo eso que puede aprenderse en cualquier Institución Educativa de la Lengua.

Una Institución Educativa de la Lengua puede enseñarte una primaria conciencia de anatomía y articulación del órgano, primarios sonidos parecidos a una voz, componentes del mismo músculo movible y gustativo, mecanismos que hacen a su masticación y deglución. Una vez que te convertiste en Lenguado, en medio del río o del mar, y en lo posible sin que te pesquen, podés seguir nadando o no, con suerte comiendo lo que te gusta, con suerte besando a quien te guste besar.

El primer libro que quise leer en mi vida fue Socorro Diez. Después Robinson Crusoe, y después el Martín Fierro. Cada tanto me subía a una silla y del estante más alto agarraba un libro sobre la maternidad, que era para mí un libro de mujeres desnudas. Había en la casa de mi infancia una desordenada biblioteca donde lo único que más o menos formaba un grupo era la colección de Salvat. Años después, había en la casa de mi adolescencia, en el cajón de mi mesita de luz, un buen número de cartas desordenadas de amores de verano en San Cristóbal, que iban y venían desde el norte de la provincia de Santa Fe. Y otras tantas cartas de amigos, que ahí en mi pueblo natal me esperaban todos los eneros para ir a las fiestas de La Verde, laguna encantada de pesca, barro y cumbia. Esos amigos eran: Diego, Fiaca, Popi, Pupo, Pino, Yaca y Bebo. A mí me decían el Cordobés. Y escuchábamos Los Palmeras, siempre. También Grupo Trinidad, Dalila y Mario Pereyra. Una vez en un recital me crucé con Leo Mattioli y le di un abrazo, tenía muchísimo olor a perfume.

Mi hermano mayor nunca me escribió una carta. Pero una vez me hizo escuchar Pétalo de sal, de Fito Páez. Parece que a principios de los 80, en San Cristóbal, al frente de mi casa en un bar que se llamaba M4, tocaron Baglietto y Fito Páez. No hace mucho que mi hermano me contó esta historia, y según él, Baglietto terminó de escribir "Dios y el Diablo en el taller" ahí en M4. Hay una parte de la canción que dice... "y cerca de las seis, el pito que resuena en el tinglado entristece mucho más". Parece que esa letra se le vino cuando esa madrugada escuchó desde M4 el silbato del antiguo ferrocarril de San Cristóbal, ese que ahora está cerrado desde los 90 y nunca más volvió a abrir.

Mi otro hermano tampoco me escribió cartas. Pero me sacaba a correr todos los fines de semana. Corríamos en suelo pesado, por la arena, ahí bordeando el río de Playas de Oro. Una vez fue mi director técnico en un partido de fútbol. Siempre iba a verme jugar para Independiente de la Villa, y el día que nuestro técnico faltó se hizo cargo del equipo. Dirigió los dos partidos, mi categoría y la más grande. Y me hizo debutar también ese día, ahí con los de primera. Me puso los últimos minutos del partido, yo tenía 10 años y los de primera 15. Me acuerdo que no toqué una sola pelota, lo de mi hermano conmigo era pura fe. Dueño además de un contagioso ánimo de superación. Lo sigue teniendo, hoy es maratonista. Creo que también le gustan las películas o le gustaron en algún momento. Fue él quien me llevó por primera vez a un cine. Me acuerdo que esa noche vimos función doble: Los bañeros más locos del mundo y Top Gun.

Mi mamá y mi papá tampoco, nunca me escribieron una carta. Pero mi vieja me hizo escuchar a Sandro, y mi viejo a Cafrune. En la espalda tengo un tatuaje con las iniciales de los nombres de ambos. No de los cantantes, sino de mamá y papá, claro.

Entonces, a mis 15 años tuve ganas de escribir por primera vez. Y hasta los 17 escribí muchas cartas. Después dejé. A mis 23 años volví a escribir pero esta vez no fueron epístolas, sino teatro. Cartas disfrazadas de teatro.

Siempre que escribo es para alguien que recibe, una cercana o lejana voz remitente, imaginaria y real, que espera leerme y espero escuchar. Yo amo a esa voz y ella me ama a mí. Y nos escribimos, nos besamos con nuestras lenguas.

La carta de amor más larga que escribí está vestida de teatro y tiene nombre, se llama Enamorarse es hablar corto y enredado. Quizás sea la síntesis de todas mis cartas de amor. Por ahí es la última, o la mejor acabada (en todo sentido, sí). Se la dediqué a una morocha que conocí hace muchos años en La Plata. Esa chica me hizo escuchar lo mejor del rock platense, una noche se comió todo mi dolor y me devolvió una sonrisa.

Escribo obras de teatro como cartas. Obras de teatro hacia conocidos y desconocidos que las reciben, habituales y extraños remitentes. Va entonces mi homenaje, todos mis honores a ellos.

A los de mi infancia, a mis adolescentes remitentes. A las extrañadas voces de esta tierra. A las voces extraterrestres. A las llanas voces terrenales. A las voces de la imaginación. A las voces creíbles.

A ustedes amigos de La llave universal, mi consideración y agradecimiento por invitarme a escribir. Termino por acá con este escrito, que no es más que un fragmento, que nombra y por nombrar omite, que es preciso e impreciso, justo e injusto a la vez. Será al menos una manera de acercarse, una señal de contacto, un giro de llave, una intención de luz entre las sombras. 

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Texto escrito y publicado originalmente en la revista de dramaturgia La llave universal.